Un cuento con valores para trabajar los prejuicios
Este cuento nos habla de las aventuras de Patufo, un pato un poco despistado y bastante ingenuo que, por accidente, aterriza en un reino en el que tienen terror a los patos.
Cuento infantil sobre la tolerancia y los prejuicios☺️
Lo cierto es que quería escribir un cuento ligero, sobre un pato simpático e ingenuo y finalmente me salió un cuento sobre la tolerancia y los prejuicios. Los cuentos infantiles son así: comienzas a escribirlos, pero de pronto echan a volar y terminan siendo lo que ellos mismos se proponen. Y eso fue lo que pasó con Patufo.😝
Los cuentos infantiles son metáforas de la vida real y con ellos los niños aprenden y se divierten. Este audio cuento habla de dos cosas contrarias: la ingenuidad, personificada en Patufo, y los prejuicios de las gentes de Fueracuá. El choque de estas dos actitudes provoca situaciones cómicas, que el pobre Patufo no acierta a comprender.
Los prejuicios son el pan de cada día de nuestra sociedad y se alimentan del miedo: el miedo a el extranjero, al friki, a otras culturas,… Y cuando hacemos eso despojamos de humanidad a quien tenemos enfrente.
Pero no solo los adultos tenemos prejuicios que nos impiden ver la realidad; los niños también. Son esas situaciones en las que rechazan al otro por diferente, por desconocido.
Las aventuras de Patufo nos dan pie a trabajar con los niños el tema de la tolerancia, del acercamiento, y también de la importancia de poseer criterio propio en lugar de dejarnos llevar por ideas preconcebidas. Es un cuento para educar en valores.
También habla de la necesidad de ser reconocidos, de esa “fama fácil” que busca mucha gente y que no conduce a nada importante. En ese sentido, Patufo roza lo ridículo tratando de ser admirado, pero su ingenuidad y su optimismo nos hacen simpatizar rápidamente con él.
Y más allá de todo eso, este cuento es un divertimento en el que nuestro protagonista va de un lugar a otro sin comprender ni ser comprendido. Aparecen continuos malentendidos que vuelven loco a Patufo y le hacen parecer “un pato mareado”.
Espero que os haya gustado este cuento con valores como la tolerancia y la valentía. Y sobre todo, que os divirtáis siguiendo a Patufo en sus peripecias por las calles de Fueracuá.
Y aquí dejo un enlace sobre cómo los padres contribuimos a crear prejuicios en los niños, del blog “Una mamá novata”. ¡Muy interesante!
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Texto del cuento “Las aventuras de Patufo en Fueracuá”, por si prefieres leerlo 😉
Existió una vez un reino que se llamaba “Fueracuá”.
Era un país muy peculiar, porque en él estaban prohibidos los patos “bajo pena de cazuela”. O sea, que si se encontraban con uno lo cocinaban y asunto arreglado.
Ya hacía muchas generaciones que las bandadas de patos desviaban sus rutas dando un buen rodeo para no sobrevolar aquel lugar en el que eran tan mal acogidos.
En realidad, nadie sabía muy bien cuál había sido la causa de esa prohibición. Pero de lo que sí estaban todos seguros era de que debía de tratarse de un animal monstruoso, teniendo en cuenta que su presencia estaba prohibida. De hecho, habían pasado tantísimo tiempo sin ver uno por allí que ya nadie se acordaba de cómo era un pato en realidad.
Muchos sospechaban que seguramente tendría unas garras terroríficas, escamas de dragón y un pico afilado cubierto de dientes más afilados todavía.👹
Por eso, las simple palabra “pato” provocaba escalofríos, y cuando los niños se portaban mal en Fueracuá, sus padres amenazaban con que iba a venir “el pato” a comérselos.
Una tarde de principios de verano una bandada de patos volaba hacia el norte cuando se vio envuelta en una tormenta que desvió su trayectoria haciendo que se aproximaran peligrosamente a Fueracuá.
La incesante lluvia y el implacable viento hicieron que los pájaros se desperdigaran desorientados, pero afortunadamente, al final, las aves consiguieron volver a la formación y enderezar el rumbo.
Bueno, a decir verdad, todas menos una. Un pato joven y un poco atolondrado que se despistó y fue a caer dando volteretas ni más ni menos que en los mismísimos jardines del palacio real de Fueracuá.
Se llamaba Patufo y sí, erra distraído y algo atolondrado, pero también era un pato optimista y decidido que, en cuanto se levanto, y pese a que al caer se había herido la pata derecha y ahora cojeaba un poco, sacudió alegremente sus plumas y se dedicó a explorar el terreno.
En los jardines había una gran mesa dispuesta para una merienda campestre en honor a los reyes, pero la tormenta había arruinado los planes y los criados habían tenido que recoger precipitadamente las bandejas con los manjares reales y las jarras de plata.
Sobre la mesa aún se veían migas y restos de comida que, con las prisas, habían quedado desperdigados por el mantel.
Patufo se acercó y, subiéndose de un salto, comenzó a comer tranquilamente las migas de pan y los trocitos de pastel que se encontraba.
Como ya había salido el sol los criados regresaron para recoger los restos del banquete. Y cuál fue su sorpresa cuando se encontraron con un… pájaro desconocido. Tenía las plumas blancas, un simpático pico redondeado de color naranja y unas patas que recordaba a las de las ranas.
Poco a poco fue corriendo la voz y se formó un pequeño grupo de escuderos, mozos de cuadras, doncellas y cocineras que lo miraban asombrados, preguntándose de dónde había salido aquel animal tan raro y tan gracioso.
Cuando se hartó de comer, Patufo se dirigió al estanque real y se relajó nadando durante un buen rato bajo los rayos del sol.
Entretanto toda la corte real, encabezada por los reyes, se había reunido y contemplaba embobada al pájaro.
Patufo, encantado de tener público, nadaba arriba y abajo, luego en círculos, y se zambullía y volvía a salir a la superficie soltando un chorrito de agua de su pico.
Satisfecho de su exhibición salió del estanque y después de sacudirse las plumas dio un corto y estilos vuelo para que todos pudieran admirar su elegancia y finalmente aterrizó en el césped, orgullosos de despertar tanta admiración.
- ¡Cua, cua!, exclamó feliz.
La corte real se divertía observando a la simpática ave que aleteaba y se paseaba de un lado a otro, hasta que de entre el público asomó la figura menuda y arrugada del viejo chambelán, el hombre más anciano y más sabio de la corte, que señalando con un dedo huesudo a Patufo exclamó con voz temblorosa:
- ¡Pe… pero si es un pato!
- ¡Ohhhh!
todos se echaron hacia atrás espantados, asombrados de que bajo aquel disfraz inocente se escondiera tan tremendo monstruo.
Entonces el rey ordenó la caza y captura del animal e inmediatamente la guardia real rodó a Patufo. Sigilosamente avanzaban hacia él estirando los brazos para atraparlo.
Patufo los miró asustado. ¡Se había hecho tan popular que ahora todo el mundo quería abrazarlo! ¡No, no! Él no estaba preparado para la fama. Además, tenía su pata derecha magullada, así que , ¡cómo iba a ser capaz de estampar tantos autógrafos con la pata si aún le dolía después de aterrizaje forzoso!
Y justo cuando los dedos del jefe de la guardia rozaron sus plumas para apresarlo, Patufo echó a volar y el soldado cayó dando con las narices en el suelo.
- ¡Cua, cua! -exclamó Patufo, y se alejó a toda prisa de palacio.
Desde el cielo distinguió una ciudad a los pies de la colina en la que se asentaba el palacio y hacia ella se dirigió para ver si allí podría pasar desapercibido evitando la efusividad de sus admiradores.
Anochecía y empezaba a hacer fresquito, y Patufo buscaba un lugar donde dormir. Se adentró en un callejón oscuro y al fondo encontró una pequeña portezuela de madera empotrada en el suelo que parecía dar a un sótano y, ni corto ni perezoso, nuestro pato decidió abrirla y entrar para pasar allí la noche.
Mientras tanto, el reino estaba revolucionado. El rey había mandado llamar al retratista real para que pintara carteles con la imagen del pato. Ofrecía cien monedas de oro de recompensa a quien lograra atraparlo.
Todos los que habían presenciado la exhibición de Patufo aquella tarde en los jardines reales colaboraron en la realización del retrato robot dando detalles de su aspecto. Poco a poco se fue componiendo una imagen, a decir verdad, algo distinta de como era realmente Patufo.
Según el retrato final, el pequeño pato terminó convertido en un pájaro del tamaño de un avestruz, sus patas acababan en uñas afiladas, debajo de las alas blancas tenía otras negras como la noche y su mirada era la de un asesino despiadado.
Los carteles se distribuyeron por todo el reino y aquella misma noche cientos de personas recorrieron todos los rincones buscando aquella ave monstruosa. Y lo hacían por dos razones: una, por la generosa recompensa, y la otra, para acabar con el monstruo que poblaba sus pesadillas desde la infancia.
Pero los carteles fueron transformándose poco a poco. La gente salía de sus casas con lápices y pinturas y decían:
- No es así, le faltan los colmillos sangrientos, que me lo contaba mi abuelo de pequeño, porque él lo vio en una ocasión.
- Y la lengua de serpiente -dijo una anciana estremeciéndose de miedo.
- Y un cuerno en la frente -añadió otro.
Y cada uno iba pintándole extravagantes detalles que, con el paso de los años, la imaginación popular había ido añadiendo a la imagen de lo que ellos creían un pato. Incluso en un cartel llegaron a dibujarle bigotes y unas orejas de elefante.
Los perseguidores se organizaron en patrullas, porque de uno en uno era del todo imposible que fueran capaces de vencer a aquel ser terrorífico. Iban armados con palos, hachas y rastrillos, dispuestos a entregarlo vivo o muerto.
Se pasaron la noche entrera buscándolo por la ciudad, las aldeas vecinas y los bosques de Fueracuá, pero nadie lo encontró. Al día siguiente nuevas patrullas salieron en su persecución.
Entretanto Patufo permanecía resguardado en su escondrijo aunque, la verdad, se sentía un poco incómodo. Aquel lugar estaba a oscuras y parecía cubierto de montones de piedras resbaladizas y malolientes entre las que le había tocado dormir.
Cuando se despertó pasó un tiempo reflexionando sobre su situación. Finalmente tomó una determinación: sin duda debía salir y enfrentarse con su fama, el destino así lo había querido. Además, la pata ya no le dolía tanto, seguro que no sería un problemas firmar autógrafos con su huella.
Entonces salió de aquella especie de sótano a la luz de la mañana, decidido a ir en busca de su público.
Muy ufano, estirando bien el cuello para hacerse ver, Patufo caminaba por las calles de la ciudad.
Se cruzó con mucha gente, todos con prisa, pero ninguno reparó en él. llevaban palos y herramientas en las manos, ¡seguro que llegaban tarde a trabajar y por eso no le habían visto!
Se estiró más todavía. También aleteó, se paseó pavoneándose por la calle mayor, hasta levanto elegantemente el vuelo y…¡Nada! La gente seguía sin hacerle caso.
“¡Qué raro!”, pensó. “Hay que ver qué ingrata es la fama. Un día estás arriba y al siguiente todos te olvidan. ¡Cua!”.
Pero Patufo no se rendía tan fácilmente. Seguro que sus fans se encontraban en algún sitio, así que continuó su camino.
Y era cierto, nadie había advertido su presencia, porque todos buscaban frenéticamente a un ser terrorífico y, hasta entonces, solo se habían cruzado con algún gato despistado y con una especie de cuervo un poco raro que se atravesaba continuamente en el camino y había hecho tropezar a más de uno.
Ese… “cuervo un poco raro” era ni más ni menos que Patufo. Resultó que el lugar en el que había pasado la noche era una carbonera, y durmiendo entre el carbón se había teñido completamente, desde el pico hasta las patas, de polvillo negro, por eso lo confundían con un cuervo.
Así que nuestro pato manchado de negro paseaba por las calles sin ser reconocido.
Al cabo de un rato llegó a la plaza de la ciudad. En el centro había una gran fuente y decidió lavarse la cara y beber un poco de agua. Pero cuál fue su sorpresa cuando, al asomarse al borde del agua, se encontró con el reflejo de un pato negro de ojillos brillantes que le miraba asombrado.
¡No podía ser! ¡Era él mismo pero todo de negro! Observó entonces sus patas, sus alas y e el resto del cuerpo, comprobando que estaba cubierto por una capa oscura de suciedad.
De un salto se zambulló en la fuente y froto y frotó hasta que consiguió librarse del polvillo de carbón. Cuando terminó solo quedaban algunas sombras grises en las alas y la cola. ¡Bueno, ya se le iría quitando con el tiempo!
Ahora sí que estaba dispuesto a enfrentarse con la fama, seguro de que ya todo el mundo le reconocería.
Pero el mundo no le reconoció. Estaban más que ocupados buscando por todos los rincones a aquel pato escurridizo, así que ¡quién iba a molestarse en mirara a aquella extraña gaviota desgreñada que se pavoneaba arriba y abajo por la plaza!
Patufo no salía de su asombro. ¿Es que nadie iba a pedirle un autógrafo?
De repente, sus tripas comenzaron a sonar escandalosamente y se acordó de que áun no había desayunado.
En una esquina de la plaza una anciana vendía verduras. No se encontraba de muy buen humor ese día porque no tenía clientes, todos había ido a cazar a aquel monstruo con plumas, así que cuando vio a Patufo subido en un cesto picoteando los granos de maíz lo sacó de allí a escobazos.
Muy ofendido, Patufo se alejó de la plaza. ¡Estaba visto que solo las gentes refinadas eran capaces de apreciar su clase! Así que, ni corto ni perezosos, se dirigió de nuevo a palacio. ¡Allí seguro que le invitarían a comer, como la otra vez!
Por el camino se encontró con uno de los carteles de recompensa clavado en el tronco de un árbol. “¡O el pintor es un incompetente o el modelo es realmente feo”, pensó. “Qué lastima que el retratista no me conozca a mí! Con mi porte distinguido y saleroso habría quedado mucho mejor el cuadro. ¡Cua! ¡Cua!” Y siguió caminando hacia el palacio.
Una vez allí subió la escalinata real. No se veía comida por ningún lado, así que se dispuso a inspeccionar el palacio.
Los lacayos, los cortesanos, las doncellas, los criados,… todos retrocedían espantados al ver a Patufo, no fuera a ser que se despojara de aquella apariencia de inocencia y mostrara finalmente unos colmillos sangrientos o les fulminara con su mirada asesina.
Entretanto Patufo buscaba las cocinas. Pudo comprobar el respeto que su presencia despertaba, porque todo el mundo se apartaba a su paso, igual que si fuera el rey.
Siguiendo su olfato llegó por fin a la cocina. ¡Aquello era el paraíso” Se asomó a las ollas, picoteó de todos los platos, se atiborró de dulces,…
Pero no advirtió que el chef real acechaba detrás de él para atraparlo. Y es que cuando lo vio venir, el cocinero había agarrado un cordón de seda verde que sujetaba los cortinones del comedor y con él confeccionó un lazo que lanzó al aire como si fuera un vaquero, atrapando a Patufo por el cuello.
Este, completamente desconcertado por la situación, intentaba sin éxito deshacerse del nudo.
- ¡No, no! ¡Cua! ¡Cua! -gritaba.
Entendía que en palacio había que ir vestido de etiqueta, pero a él no le gustaban nada las corbatas. Intentó echar a volar, pero solo conseguía apretar más el nudo. El pobre se estaba ahogando, aleteando desesperado.
De un último tirón consiguió que el cordón se soltara de las manos del cocinero y, mareado por la falta de aire, voló enloquecido de un lado para otro.
Los cortesanos, los soldados y los criados trataban sin éxito de agarrar el cordón, que colgaba del cuello de Patufo como si fuera la cuerda de una campana.
Saltaban, tropezaban unos con otros, se caían y volvían a saltar, tratando de atraparlo, pero el pato cambiaba continuamente de dirección esquivándoles hábilmente.
El pobre estaba agotado y, cuando ya lo daba todo por perdido y pensaba que no le iba a quedar más remedio que llevar aquella odiosa corbata verde, vio una ventana abierta y por ella se coló.
Salió volando todo lo alto y todo lo lejos que pudo hasta que, exhausto por el esfuerzo y por el cordón que aún le apretaba, se dejó caer en un juncal a la orilla de un riachuelo.
Allí, con sus últimas fuerzas, fue capaz de desanudar el lazo, cerró los ojos y se dejó mecer por la suave corriente del río mientras se quedaba dormido.
Entretanto, en Fueracuá todo el reino quedó muy aliviado cuando vieron alejarse a Patufo. Esperaban que volara lejos y nunca regresara. A partir de entonces, en todas las reuniones sociales, en los cotilleos del mercado, en las frías noches frente al fuego, siempre se acababa hablando de lo monstruoso que era aquel pajarraco, de su lengua de culebra, de las alas negras que escondía, de su mirada diabólica. Daba igual si lo habían llegado a ver o no. Fueron tantos los detalles que se describían que el retrato de la recompensa llegó a parecer agraciado comparado con la imagen que finalmente se creó del pobre Patufo.
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Dos días. Patufo estaba tan agotado que durmió durante dos días seguidos, y cuando abrió los ojos se encontró con un paisaje muy diferente al que recordaba: el río se había vuelto muy ancho y estaba bordeado de majestuosos árboles. A lo lejos se veía el mar. Sin duda, la corriente lo había arrastrado hasta allí.
Se sentía a gusto dentro del agua, con el sol calentándole el cuerpo, y pensó que aquello era muchísimo mejor que la fama. De hecho, se prometió no volver a pensar en aquella tontería de la popularidad, que solo le había traído disgustos.
Miró a todos lados, tratando de orientarse, cuando de repente divisó a lo lejos algo que le resultó familiar.
¡No podía ser! Se trataba de un grupo de patos que pescaba y descansaba en la orilla opuesta. El corazón le latía con fuerza mientras se acercaba. Pero si… ¡Pero si eran sus compañeros, que habían hecho una parada en su ruta hacia el norte!

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Precioso. Entretenido, alegre,ameno y divertido.Todo un cóctel para esperar con impaciencia,el siguiente capítulo. Charo
¡Gracias! 😊 Me alegra que te guste, eso me anima mucho a seguir escribiendo.🖋 Ah, y ya está la segunda parte en la página. 😉
Me ha encantado el cuento. Después de la historia, sin aleccionar ni sacar moralejas de adultos, los peques pueden compartir sus propias conclusiones. La escucha, sin juicios, a sus propias reflexiones es una muestra de respeto. Un saludo cordial, Cuentitis.
¡Muchas gracias, Generosa! Esa es la idea, que los niños saquen sus conclusiones, probablemente diferentes a las nuestras, de adultos. Un saludo. 😊